La parte expositiva de la mencionada Convención de 1972 también reconoció la gran importancia del Protocolo relativo a la prohibición del empleo en la guerra de gases asfixiantes, tóxicos o similares y de medios bacteriológicos, firmado en Ginebra el 17 de junio de 1925, así como el papel que ese Protocolo ha desempeñado y sigue desempeñando para mitigar los horrores de la guerra. Pero, aquel protocolo ginebrino de mediados de los años 20 no fue el primer tratado internacional que propuso limitar el uso de las armas químicas eliminándolas de los arsenales de los Estados; ni tampoco se firmó en el siglo XIX como la Declaración de San Petersburgo con el objeto de prohibir el uso de determinados proyectiles en tiempo de guerra (1868) sino casi doscientos años antes.
Ese honor le corresponde al «Acuerdo de Estrasburgo» [Accord de Strasbourg] que el Sacro Imperio Romano Germánico (precedente de Alemania) y Francia firmaron en la capital alsaciana el 27 de agosto de 1675 para evitar el uso de balas envenenadas en los conflictos armados que enfrentasen a ambas potencias; tal y como había sucedido durante la Guerra de los Ochenta Años. En esa época, la preocupación por los tenebrosos efectos de los vapores tóxicos se remontaba nada menos que a 1672, cuando durante el sitio de Groningen [Groninga (actuales Países Bajos)] el obispo de Münster [Christoph Bernhard von Galen (1606-1678); alias Bombing Bernard] llegó a utilizar humo de belladona para aturdir a los defensores [1].
La consecuencia inmediata de aquellas prácticas bélicas tan nocivas fue la firma del «Acuerdo de Estrasburgo».
Cita: [1] NAVARRO YÁÑEZ, A. Eso no estaba en mi libro de Historia de la Química. Córdoba: Guadalmazán, 2020. Pinacografía: Panagis Antypas | Bala (2011) y Folkert Bock | El asedio de Groninga (1686).
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