jueves, 23 de enero de 2014

Caín y Abel (I): ¿homicidio o asesinato?

Según el relato del Génesis, la astuta serpiente tentó a Eva para que cogiera el fruto del árbol prohibido de la ciencia, del bien y del mal, y se lo diera a probar a Adán. A partir de un solo delito –como escribió san Pablo a los romanos– Dios les expulsó del Jardín del Edén y, por aquella trasgresión, entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte y así la muerte pasó a todos los hombres [Rom. 5, 12-16]. Al arrojarlos fuera del Paraíso, la mujer concibió y parió primero a Caín, el agricultor; y después a Abel, el pastor. Cuando ambos niños crecieron ofrecieron a Dios sus ofrendas: los frutos de la tierra y los primogénitos más selectos de su grey, respectivamente, pero Yahvé sólo se complació en Abel mientras que le desagradó Caín y la suya. Encolerizado y malhumorado, con la cabeza agachada, el hermano mayor le dijo al menor que fuesen juntos al campo donde se arrojó contra él y lo mató. ¿Qué has hecho? –le replicó el Señor– La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Y, por haber cometido aquel primer homicidio, Dios lo maldijo, le puso una señal y le condenó a vivir prófugo (…) errante y fugitivo hasta que falleciera de muerte natural porque si alguien se atrevía a matarlo, recibirá un castigo siete veces mayor [1]. 

En el Islam, aunque sin citarlos expresamente, las aleyas 27 y siguientes de la sura 5ª del Corán, también narran la historia auténtica de los dos hijos de Adán, cuando el alma cainita le instigó a que matara a su hermano y lo mató, pasando a ser de los que pierden. Dios envió un cuervo, que escarbó la tierra para mostrarle cómo esconder el cadáver de su hermano. Dijo: “¡Ay de mí! ¿Es que no soy capaz de imitar a este cuervo y esconder el cadáver de mi hermano?” Y pasó a ser de los arrepentidos. Ese detalle del cuervo es, sin duda, el aspecto más singular del breve pasaje coránico.

Caspar D. Friedrich | El árbol de los cuervos (ca 1822)

Pero si quieres conocer otra versión de aquel crimen, más mordaz, irónica y profusa en detalles, esa es la que escribió José Saramago. En su particular visión del Antiguo Testamento nos muestra a un Abel, mozo rubicundo, de buena figura, que, después de haber sido objeto de las mejores pruebas de estima por parte del señor, acabó de la peor forma. Su novela nos narra que, como mandaban la tradición y la obligación religiosa, los hermanos ofrecieron la primicia del trabajo, quemando abel [el Nóbel sólo puso mayúsculas al comienzo de frase] la delicada carne de un cordero y caín los productos de la tierra, unas cuantas espigas (…) El humo de la carne ofrecida por abel subió recto hasta desaparecer en el espacio infinito, señal de que el señor aceptaba el sacrificio (…) pero el humo de los vegetales de caín, cultivados con un amor por lo menos igual, no fue lejos, se dispersó. Aquel desdén se repitió durante una semana hasta que un día caín le pidió al hermano que lo acompañara a un valle cercano (…) y allí, con sus propias manos, lo mató a golpes con una quijada de burro que había escondido antes en un matorral, o sea, con alevosa premeditación [2].

De este relato podríamos extraer dos curiosas consecuencias en un hipotético proceso penal: por un lado, el autor portugués hace referencia al arma –a diferencia de lo que sucede en las Sagradas Escrituras de las tres religiones monoteístas más importantes del mundo, donde no se especifica ningún objeto, la tradición suele considerar que Abel murió de un golpe propinado con aquel hueso: una quijada– y, por otro, que según la versión de este novelista, la premeditada conducta criminal de Caín no se podría calificar de homicidio sino de asesinato, porque hubo un animus necandi.

PD: según la tradición árabe, Caín mató a Abel -el justo doliente [3]- en un pasaje del Monte Qasioun, situado junto a Damasco (Siria), llamado "la cueva de la sangre" [Magharat al-Dam].

Citas: [1] Gn. 4, 1-15. [2] SARAMAGO, J. Caín. Madrid: Alfaguara, 2009, pp. 38 y 39. [3] LÉON-DUFOUR, X. Vocabulario de teología bíblica. Barcelona: Herder, 5ª ed., 1972, p. 37.

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