En otros in albis ya hemos tenido ocasión de hablar del curioso Papiro de la huelga –fechado en el año 1166 a.C. (hace treinta y tres siglos) donde se narra uno de los primeros conflictos laborales de la Historia de la Humanidad, cuando los artesanos de Deir el-Medina reclamaron vestidos, comida y bebida a los representantes de Ramsés III–; del Papiro de la conspiración del harén; y también conocimos la justicia divina de Maat, la diosa de la justicia que apoyaba una pluma de avestruz sobre la balanza donde se pesaba el espíritu del difunto, para equilibrar los platillos y decidir si el fallecido lograba la vida eterna en el Juicio de Osiris; hoy veremos algunos otros documentos legales de aquella época.
Aunque se conservan muchos papiros que documentan una gran variedad de actos jurídicos, desde donaciones o apoderamientos de agentes de comercio hasta transacciones para adquirir terrenos o víveres a cambio de oro y plata; algunos de ellos han logrado trascender al Egipto faraónico y tener personalidad propia. Uno de los más antiguos es la llamada Estela de Guizé; se trata del contrato de compraventa de una casa celebrado en torno al 2500 a.C. entre un sacerdote y un escriba que, hablando en primera persona, formalizan el documento con casi todas las formalidades y garantías jurídicas que habríamos exigido hoy en día (declaración del comprador y del vendedor, descripción del bien que se transmite, precio, firmas de testigos, etc.) lo que presupone la existencia de un Derecho Civil muy desarrollado en el siglo XXVI antes de Cristo. En la actualidad, la estela se muestra en el Museo de El Cairo.
Dos siglos más tarde, sobre el año 2360 a.C., se escribieron las Máximas de Ptahhotep que conserva el Louvre; el nieto de aquel visir –el segundo cargo más importante tras el faraón– reunió los consejos legales que su abuelo aplicó durante el ejercicio de su cargo; el más conocido es un sencillo proverbio que dice: El que quebranta las leyes es castigado. No fue el único visir inmortalizado: la tumba de Rejmire detalla con mucha precisión cómo transcurría una jornada en la Sala de Audiencias (salvando las distancias, el Tribunal Supremo de aquel tiempo) donde este alto cargo escuchaba los conflictos de los ciudadanos y trataba de resolverlos, sentado sobre un cojín con las piernas cruzadas.
Muchos faraones –como Neferirkare, Pepi II, Horemheb o Seti I– aprobaron decretos sobre diversas materias que, en mejor o peor estado, han llegado hasta nosotros: concediendo la inmunidad fiscal a los sacerdotes del templo de Abidós, persiguiendo la corrupción de los funcionarios, reformando el sistema judicial o estableciendo castigos (como el destierro o la amputación de la nariz) para los adúlteros, ladrones y evasores que no pagaran los impuestos.
Aunque el antiguo Derecho Faraónico no llegó nunca a codificarse, tal y como hoy en día entendemos la codificación (no existía ningún Código Civil o Mercantil), los expertos sí que suelen emplear el concepto de código para designar al conjunto de normas que se aprobaron durante el reinado de algunos faraones; uno de los legisladores más importantes de aquel tiempo fue el injustamente desconocido Bocoris (siglo VIII a.C.) que, por ejemplo, reunió los modelos de contratos que podían celebrar los particulares ante notario para transmitir sus bienes, reguló el préstamo de dinero, estableció la jerarquía existente entre los órganos judiciales del Bajo Egipto e incluso, según algunos egiptólogos como John Baines, abolió la pena de muerte durante su reinado sustituyéndola por trabajos forzados. Lamentablemente, este faraón fue detenido y quemado vivo en una pira por su sucesor en el trono.
Cuatro siglos más tarde, se escribió un papiro conocido como el Código de Hermópolis (s. III a.C.) en el que se reunieron las principales normas del orden civil para que los magistrados pudieran consultarlas a la hora de impartir justicia.
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