En apenas cuatro meses –de abril a julio de 1994– se calcula que entre 800.000 y 1.000.000 de personas pertenecientes en su mayoría a la etnia tutsi murieron asesinadas durante el atroz genocidio de Ruanda cometido por miles de hutus. Para que nos hagamos una idea exacta de la dimensión de esta masacre, según el Informe del Grupo de Alto Nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio, titulado “Un mundo más seguro: la responsabilidad que compartimos”, de 2004 (*), durante 100 días, Ruanda sufrió todos los días el equivalente de tres atentados del 11 de septiembre de 2001, en un país cuya población es 36 veces menor que la de Estados Unidos (…); concluyendo que: La respuesta ineficaz y falta de equidad de las instituciones de seguridad colectiva revela una verdad mucho más profunda sobre cuáles son las amenazas que realmente importan. Cuando finalizaron la matanzas, el Gobierno de Kigali contaba con muy pocos medios para reconstruir la maltrecha situación del país y, sobre todo, para lograr que se impartiera justicia con las víctimas, sometiendo a un juicio justo a los culpables para evitar tanto la impunidad de sus crímenes como que la sociedad superviviente se tomara la justicia por su mano.
Ante la imposibilidad evidente de que los tribunales ruandeses pudieran juzgar a los miles de presuntos genocidas, en 2001 el país decidió superar todas esas adversidades recuperando la Ikiko Gacaca –literalmente, jurisdicción de la hierba, en el idioma kinyarwandan– el sistema tradicional de las tribus locales para resolver sus conflictos, en el que las partes enfrentadas elegían a un tercero –un árbitro neutral que se sentaba sobre la hierba, de ahí el nombre– para escucharlos, tratando de adoptar una solución consensuada que satisficiera a ambas partes y devolviera la paz a la comunidad. De esta forma se crearon los Tribunales Gacaca (Gacaca Courts) que, aunque originariamente se centraban tan solo en asuntos civiles, se convirtieron en órganos del ámbito penal.
Cada comunidad local votó para elegir a su propio juez, el Gobierno se encargó de formarlo sucintamente para que tuviera unos conocimientos mínimos de la ley de enjuiciamiento criminal ruandesa y pudiera impartir justicia –sin cobrar por ello– en casos que iban desde el simple robo hasta el homicidio, con penas de reclusión de 30 años.
Es un claro ejemplo de justicia restaurativa que ha recibido tantas críticas como apoyos. Para sus detractores, los más pesimistas, esta jurisdicción tradicional no cumplía con las garantías mínimas exigibles a un proceso penal de acuerdo con el Derecho Internacional y el respeto a los Derechos Humanos, argumentando que la dudosa legalidad de la elección de un juez por votación de la comunidad podría instrumentalizarse para llevar a cabo un juicio sumario y propiciar las falsas acusaciones por venganza o que se dejaran sobornar; por el contrario, los más optimistas celebraron la recuperación de esta forma de impartir justicia como un buen ejemplo de la regeneración democrática del país basada en sus ancestrales costumbres, evitando que hubiera más violencia; por último, un sector que podríamos calificar como realista, consideró que –teniendo en cuenta la situación de caos que imperaba en Ruanda desde 1994– los tribunales Gacaca fueron el mejor sistema posible en aquellas circunstancias para que la sociedad ruandesa pudiera reconciliarse y no tuviera la sensación de que aquellos crímenes quedaban impunes.
Ante la imposibilidad evidente de que los tribunales ruandeses pudieran juzgar a los miles de presuntos genocidas, en 2001 el país decidió superar todas esas adversidades recuperando la Ikiko Gacaca –literalmente, jurisdicción de la hierba, en el idioma kinyarwandan– el sistema tradicional de las tribus locales para resolver sus conflictos, en el que las partes enfrentadas elegían a un tercero –un árbitro neutral que se sentaba sobre la hierba, de ahí el nombre– para escucharlos, tratando de adoptar una solución consensuada que satisficiera a ambas partes y devolviera la paz a la comunidad. De esta forma se crearon los Tribunales Gacaca (Gacaca Courts) que, aunque originariamente se centraban tan solo en asuntos civiles, se convirtieron en órganos del ámbito penal.
Cada comunidad local votó para elegir a su propio juez, el Gobierno se encargó de formarlo sucintamente para que tuviera unos conocimientos mínimos de la ley de enjuiciamiento criminal ruandesa y pudiera impartir justicia –sin cobrar por ello– en casos que iban desde el simple robo hasta el homicidio, con penas de reclusión de 30 años.
Es un claro ejemplo de justicia restaurativa que ha recibido tantas críticas como apoyos. Para sus detractores, los más pesimistas, esta jurisdicción tradicional no cumplía con las garantías mínimas exigibles a un proceso penal de acuerdo con el Derecho Internacional y el respeto a los Derechos Humanos, argumentando que la dudosa legalidad de la elección de un juez por votación de la comunidad podría instrumentalizarse para llevar a cabo un juicio sumario y propiciar las falsas acusaciones por venganza o que se dejaran sobornar; por el contrario, los más optimistas celebraron la recuperación de esta forma de impartir justicia como un buen ejemplo de la regeneración democrática del país basada en sus ancestrales costumbres, evitando que hubiera más violencia; por último, un sector que podríamos calificar como realista, consideró que –teniendo en cuenta la situación de caos que imperaba en Ruanda desde 1994– los tribunales Gacaca fueron el mejor sistema posible en aquellas circunstancias para que la sociedad ruandesa pudiera reconciliarse y no tuviera la sensación de que aquellos crímenes quedaban impunes.
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