En 1988, Meryl Streep y Sam Neill protagonizaron la película Un grito en la oscuridad (A cry in the Dark), basada en uno de los juicios más famosos –y polémicos– de la historia judicial australiana: el proceso contra el matrimonio Chamberlain por la desaparición de su hija pequeña. Los hechos comenzaron ocho años antes: Lindy Chamberlain, su esposo Michael –reverendo adventista– y sus tres hijos –los niños Reagan y Aidan, de 4 y 6 años respectivamente, y el bebé Azaria, con apenas 10 semanas de vida– salieron de su domicilio en Mount Isa (Queensland, al este de Australia) para acampar en el Uluru, la célebre montaña roja de Ayers Rock, en el Territorio del Norte. La noche del 17 de agosto de 1980, el matrimonio cenó con sus hijos y otros campistas en la zona de barbacoas. Entonces, tanto la propia Lindy como su marido y otra turista, Sally Lowe, vieron algunos dingos –un perro salvaje australiano– merodeando por la zona de acampada y cerca de los contenedores de basura.
Al acabar la cena, Lindy dejó al bebé dentro de la tienda de campaña al lado de su hermano Reagan, que ya estaba dormido, y regresó a la barbacoa hasta que le pareció oír el llanto de un bebé. Volvió a la tienda y pudo ver a uno de aquellos perros llevándose el cuerpo de su hija pequeña entre las fauces. Su grito ¡Dios mío, Dios mío, el dingo tiene a mi niña! conmocionó a todo el cámping. Rápidamente se formó un grupo de búsqueda de más de 300 personas que trataron de localizar a la pequeña Azaria con linternas durante toda la noche, pero fue inútil. Nunca se encontró el cuerpo.
A partir de aquel momento, la desaparición del bebé dio un giro insospechado cuando, a pesar de que el matrimonio se declaró inocente y de que, una semana más tarde, una fotógrafa encontró los pañales y la ropa ensangrentada de la niña junto a una senda por donde solían pasar estos animales, la investigación –sin testigos, ni pruebas ni tan siquiera el cadáver– acusó a la madre de haber degollado a su hija con la complicidad de su marido, basándose en elementos tan circunstanciales como que un dingo nunca se había comportado antes de aquel modo, que el padre no sólo no participó en los grupos de búsqueda sino que rezó por su hija dándola por muerta y que Lindy –que solía llevar a la niña vestida de negro– no mostró en ningún momento signos de tristeza, de acuerdo con sus convicciones religiosas.
Tanto la particular instrucción del caso, por parte de los detectives (que identificaron como sangre lo que no era más que un resto de pintura seca en el asiento del coche familiar) como la posición de la prensa (que no dudó en acusar a los Chamberlain de haber sacrificado a su hija en un ritual) concluyeron el 29 de octubre de 1982 cuando un Tribunal condenó a Lindy a cadena perpetua en la prisión de Darwin y, a su esposo, a 18 meses de reclusión, pena que –en interés de la justicia, como señaló la sentencia– se conmutó por libertad condicional para que Michael pudiera hacerse cargo de sus hijos.
Aunque sus abogados recurrieron el fallo, la madre de la pequeña Azaria estuvo encarcelada durante seis años más hasta que el Tribunal Penal de Apelación del Territorio del Norte reabrió el caso en 1988, anuló el proceso, dejó en libertad a Lindy y condenó al Estado a indemnizarla con 1.300.000 dólares australianos. A pesar de todo, en una encuesta de aquella época, más de la mitad de sus compatriotas aún la consideraban culpable debido, en gran parte, al subjetivo papel de los medios de comunicación que, convertidos en juez y parte, dieron al caso una excesiva trascendencia social, más allá de la actuación meramente judicial, y olvidándose de un principio básico del sistema procesal: la presunción de inocencia.
Hablando de este derecho, recordemos que, por ejemplo, el Convenio Europeo de Derechos Humanos ya señaló en 1950 que (…) el acceso a la sala de audiencia puede ser prohibido a la prensa (…) cuando en circunstancias especiales la publicidad pudiera ser perjudicial para los intereses de la justicia (Art. 6 CEDH).
El caso se cerró, finalmente, en junio de 2012 cuando la Justicia valoró las nuevas pruebas forenses halladas en una madriguera de dingos, exculpó a la madre y concluyó que el bebé Azaria había muerto por el ataque de estos animales.
El caso se cerró, finalmente, en junio de 2012 cuando la Justicia valoró las nuevas pruebas forenses halladas en una madriguera de dingos, exculpó a la madre y concluyó que el bebé Azaria había muerto por el ataque de estos animales.
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