Para el filósofo griego Aristóteles (s. IV a.C.) la monarquía, la aristocracia y la democracia eran las tres formas de Gobierno puras que buscaban el bien común en función de si quien ejercía el poder era una única persona, unos pocos o todo el pueblo; a su vez, esta clasificación aristotélica se podía corromper, respectivamente, en tiranía, oligarquía y demagogia, cuando degeneraban y ya no perseguían el bienestar de la sociedad. En ese contexto histórico, pero casi dos siglos más tarde, debemos situar a uno de esos personajes que se mueven en el limbo de leyenda que separa la fantasía de la realidad: el rey Fálaris, el tirano que gobernó la ciudad griega de Ákragas (actual Agrigento, en la isla italiana de Sicilia) durante la primera mitad del siglo VI a.C.
Los cronistas de su época nos han brindado una imagen tan distorsionada de él que oscila entre quienes lo consideraron un buen gobernante preocupado por modernizar Ákragas y quienes se quejaban de su excesiva severidad acusándolo de practicar el canibalismo. De un modo u otro, si su fama ha logrado trascender a su tiempo para llegar hasta el nuestro es por culpa de la escultura en bronce de un gran toro –al parecer, obra de Perilo de Atenas– donde el tirano encerraba a los condenados a muerte como si se tratara de un horno: encendía una hoguera bajo la estatua del animal para “cocinar” a la víctima mientras ésta ardía viva en su interior y sus gritos se dejaban oír por la boca-chimenea del astado; de esta forma, el Toro de Fálaris se convirtió en uno de los instrumentos de tortura más crueles de la Historia donde acabaron pereciendo ajusticiados tanto el escultor que creó el animal como el propio tirano.
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