viernes, 27 de julio de 2018

La doctrina de la responsabilidad de proteger

A finales del siglo XX, el genocidio de Ruanda y la violenta desintegración de la antigua Yugoslavia sacudieron la mala conciencia de la comunidad internacional y su indiferente falta de decisión ante unos conflictos que parecían propios de otros tiempos; como consecuencia, el mundo empezó a plantearse de qué modo debía reaccionar frente a una violación sistemática de los Derechos Humanos: ¿si cada Estado soberano tenía que resolver sus propios asuntos sin injerencias externas o, por el contrario, si las demás naciones debían desempeñar un papel más activo e intervenir, cruzando las fronteras con un fin humanitario, cuando –en opinión del exsecretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan (*)– ya se hubieran transgredido todos los principios de nuestra humanidad común?

El elocuente llamamiento de Annan tuvo su reflejo en la denominada Declaración del Milenio (A/RES/55/2, de 13 de septiembre de 2000) donde los Jefes de Estado y de Gobierno mundiales reconocieron que, además de las responsabilidades que todos tenemos respecto de nuestras sociedades, nos incumbe la responsabilidad colectiva de respetar y defender los principios de la dignidad humana, la igualdad y la equidad en el plano mundial. En nuestra calidad de dirigentes, tenemos, pues, un deber que cumplir respecto de todos los habitantes del planeta, en especial los más vulnerables y, en particular, los niños del mundo, a los que pertenece el futuro.

Como consecuencia, el Gobierno del Canadá, junto con un grupo de importantes fundaciones, anunció a la Asamblea General, en septiembre de 2000, el establecimiento de la Comisión Internacional sobre Intervención y Soberanía de los Estados (CIISE) que, en diciembre de 2001, presentó un extenso informe sobre la responsabilidad de proteger (*), conciliando dos objetivos: fortalecer, y no debilitar, la soberanía de los Estados y mejorar la capacidad de la comunidad internacional para reaccionar de modo decisivo cuando los Estados no puedan o no quieran proteger a su propia población.

A partir de entonces –como recuerda el embajador Menéndez del Valle (*)– entre 2001 y 2005 la Asamblea General, el secretario general, numerosas organizaciones pro derechos humanos y académicos de medio mundo intensificaron su actividad a favor de una institucionalización de la Responsabilidad de Proteger. El propio Annan impulsó la constitución de un Grupo de Alto Nivel sobre las amenazas, los desafíos y el cambio al que pide avance en la consideración y profundización del tema. Dicho Grupo presentó (2/XII/2004) el informe “Un mundo más seguro: la responsabilidad que compartimos”.

Finalmente, el 16 de septiembre de 2005, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el Documento Final de la Cumbre Mundial 2005 (A/RES/60/1, de 24 de octubre de 2005). En dos de sus parágrafos se formuló la doctrina de la responsabilidad de proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad:

138. Cada Estado es responsable de proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. Esa responsabilidad conlleva la prevención de dichos crímenes, incluida la incitación a su comisión, mediante la adopción de las medidas apropiadas y necesarias. Aceptamos esa responsabilidad y convenimos en obrar en consecuencia. La comunidad internacional debe, según proceda, alentar y ayudar a los Estados a ejercer esa responsabilidad y ayudar a las Naciones Unidas a establecer una capacidad de alerta temprana.
 
139. La comunidad internacional, por medio de las Naciones Unidas, tiene también la responsabilidad de utilizar los medios diplomáticos, humanitarios y otros medios pacíficos apropiados, de conformidad con los Capítulos VI y VIII de la Carta, para ayudar a proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. En este contexto, estamos dispuestos a adoptar medidas colectivas, de manera oportuna y decisiva, por medio del Consejo de Seguridad, de conformidad con la Carta, incluido su Capítulo VII, en cada caso concreto y en colaboración con las organizaciones regionales pertinentes cuando proceda, si los medios pacíficos resultan inadecuados y es evidente que las autoridades nacionales no protegen a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad. Destacamos la necesidad de que la Asamblea General siga examinando la responsabilidad de proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad, así como sus consecuencias, teniendo en cuenta los principios de la Carta y el derecho internacional. También tenemos intención de comprometernos, cuando sea necesario y apropiado, a ayudar a los Estados a crear capacidad para proteger a su población del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad, y a prestar asistencia a los que se encuentren en situaciones de tensión antes de que estallen las crisis y los conflictos.

El salto dado en 2005 por la RdP –continúa afirmando Menéndez del Valle– es enorme pues ese año pasó de una idea entusiasta defendida por la Comisión Internacional sobre la Intervención y Soberanía de los Estados (CIISE) y un activo grupo de estos a convertirse en doctrina asumida oficialmente por la totalidad de los miembros de las Naciones Unidas.

Al año siguiente, la resolución 1674, de 28 de abril de 2006, del Consejo de Seguridad de la ONU [S/RES/1674 (2006)], ya se refirió, por primera vez, a esa responsabilidad de proteger a las poblaciones del genocidio, los crímenes de guerra, la depuración étnica y los crímenes de lesa humanidad.

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