Dentro del género literario narrativo, los cuentos populares son narraciones anónimas que, habitualmente, se transmitían de forma oral, dando lugar a diversas variantes de una misma historia, que se iba adaptando a las costumbres locales; de acuerdo con sus propios anhelos y temores. Así surgieron relatos tan inmortales como los de Caperucita Roja, el sastrecillo valiente, la Cenicienta, la Bella Durmiente, Juan sin miedo, Blancanieves, El gato con botas, Hánsel y Gretel, los cuatro músicos de Bremen, la princesa y el sapo, el flautista de Hamelín… cuentos que, hoy en día, continuamos disfrutando gracias a las recopilaciones que llevaron a cabo –entre otros– dos hermanos que dejaron la abogacía cuando se aficionaron a leerlos en la biblioteca de uno de sus profesores de Derecho.
Los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm nacieron en 1785 y 1786, respectivamente, en Hanau (Estado de Hesse; actual Alemania). Allí transcurrió su infancia marcada por la temprana muerte de su padre, que dejó a la familia en pésimas condiciones económicas, y por la grave situación política y social que atravesaba el Sacro Imperio Romano Germánico, en pleno declive, fraccionado en multitud de pequeños Estados y en el punto de mira expansionista de Napoleón.
A comienzos del XIX, los Grimm siguieron la tradición paterna y se matricularon –sin ninguna vocación jurídica– en la Facultad de Derecho de la Universidad de Marburgo. Fue allí donde conocieron a su profesor de Derecho Penal, el prestigioso jurista Friedrich Carl von Savigny, quien les permitió acceder a su biblioteca personal para refugiarse en la lectura y conocer muchos de los relatos que lograron publicar en su primera recopilación de Cuentos para la infancia y el hogar, de 1812. Desde entonces, la vida de ambos hermanos transcurrió entre Cásel, Gotinga –de donde fueron expulsados en 1837 por firmar una carta de protesta contra el monarca de Hanóver que había abolido la Constitución de aquel Estado– y Berlín, ciudad en la que desarrollaron su carrera profesional en la prestigiosa Universidad de Humboldt, ejerciendo como profesores y expertos lingüistas mientras continuaban reuniendo las historias tradicionales de un país que luchaba por unificarse.
Sus versiones de los grandes cuentos clásicos estuvieron envueltas en la polémica porque Jacob y Wilhelm no los publicaban pensando en los niños sino en un público adulto de la burguesía alemana, de modo que algunos relatos resultaban especialmente duros porque reflejaban a personajes muy sombríos, retratados con toda su crudeza: el flautista de Hamelín secuestró a más de un centenar de niños; la madre de Hánsel y Gretel abandonó a sus hijos en el bosque; la malvada bruja trató de matar a Blancanieves; el lobo se comió a la abuelita; la Cenicienta sufrió malos tratos por la violencia de sus hermanastras; el sastrecillo valiente confesó haber matado a varios gigantes…
Aquellos cuentos no eran relatos tan inocentes como parecía a simple vista porque reflejaban la brutalidad de una sociedad donde las relaciones humanas eran crueles y cualquier exceso se toleraba, como algo natural, sin remordimiento ni culpa. La vida no tenía ningún valor y el cuerpo humano era poco más que un simple pedazo de carne; por ese motivo, los castigos que se infligían en las plazas públicas eran inhumanos y perseguían un fin pedagógico: no tanto para castigar al delincuente sino para aleccionar a los espectadores que presenciaban aquel truculento espectáculo, con tormentos infamantes: si no te comportas correctamente, recibirás el mismo castigo. Los cuentos de los hermanos Grimm reflejaron la cultura de la violencia que imperó en Europa hasta bien entrada la Edad Moderna y nos permiten releerlos, hoy en día, desde el punto de vista del derecho penal y la criminología.
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