Desde comienzos del siglo XXI, algunas organizaciones internacionales –y, en especial, el siempre atento Consejo de Europa– vienen denunciando la existencia de una nueva forma de esclavitud, la denominada esclavitud doméstica, que afecta, sobre todo, a mujeres jóvenes africanas o asiáticas que buscan empleo en el Viejo Continente; suelen entrar en Europa de forma irregular, tras pedir prestado el dinero para costearse el viaje, y cuando llegan a su destino, el empleador –que, generalmente, también es extranjero– les confisca el pasaporte obligándoles a trabajar en una situación cercana al secuestro. A lo largo de su cautiverio, la mayor parte de estas mujeres también sufrirán algún tipo violencia tanto física como sexual. Para luchar contra esta lacra, el Consejo de Europa aprobó la Recomendación 1523 (2001), de 26 de junio. En esta disposición se recuerda y reafirma que el Art. 4.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) condena la esclavitud y la servidumbre; en relación con el Art. 3 de la misma Convención, donde se afirma que nadie podrá ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Posteriormente, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa adoptó la nueva Recomendación 1663 (2004), de 22 de junio.
El organismo paneuropeo solicitó a sus 47 Estados miembros que tipifiquen esta situación en sus códigos penales, refuercen el control en las fronteras, armonicen las políticas de cooperación policial (sobre todo en lo concerniente a los menores) y protejan los derechos de las víctimas de la esclavitud doméstica: generalizando la concesión de un permiso de residencia temporal humanitaria y renovable; adoptando al respecto unas medidas de protección y de asistencia social, administrativa y jurídica de las víctimas; tomando medidas que tiendan a su reintegración y rehabilitación; previendo unos plazos de prescripción más largos para el delito de esclavitud; y creando fondos de indemnización destinados a las víctimas.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos comenzó a enjuiciar esta esclavitud doméstica a raíz del caso Siliadin contra Francia, de 26 de julio de 2005, cuando –por primera vez– se condenó a un Estado por incumplir su obligación de establecer una legislación penal que fuese suficiente para prevenir y reprimir efectivamente a los autores de estas acciones; exigiéndole una mayor firmeza en la apreciación de los ataques a los valores fundamentales de las sociedades democráticas.
La sentencia de la Corte de Estrasburgo se refería al caso de la togolesa Siwa-Akofa Siliadin, una menor de edad, vulnerable y sola, como fue definida por el Tribunal. La joven de quince años llegó a Francia, el 26 de enero de 1994, acompañando a una mujer que le confiscó el pasaporte al aterrizar en París. A cambio de encargase de regularizar su situación administrativa y de escolarizarla, la joven acordó que trabajaría para ella en su casa hasta que pagara el billete de avión pero, en realidad, acabó convirtiéndose en su criada, sin recibir ninguna remuneración por llevar a cabo sus labores domésticas. Esta situación se mantuvo unos meses hasta que la señora D. decidió prestársela al matrimonio B., donde la joven continuó trabajando los siete días de la semana, de 07h30 a 22h30, sin descanso ni sueldo. La situación perduró hasta 1998 cuando intervino la fiscalía francesa gracias a la denuncia que interpuso una vecina.
El caso acabó en los tribunales, en apelación y casación, y se recurrió a la Corte de Estrasburgo en donde se condenó a Francia por no haber asegurado a la demandante, siendo menor de edad, una protección concreta y efectiva contra los actos de los que fue víctima durante los cuatro años que padeció de esclavitud doméstica.
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