En 1980, la Comisión de Derecho Internacional dio una definición de represalias –a las que, eufemísticamente, denominó contramedidas respecto a un hecho internacionalmente ilícito– que, desde un punto de vista didáctico, resulta ininteligible: La ilicitud de un hecho de un Estado que no esté en conformidad con una obligación de ese Estado para con otro Estado quedará excluida si el hecho constituye una medida legítima según el derecho internacional contra ese otro Estado, a consecuencia de un hecho internacionalmente ilícito de ese otro Estado. Frente a ese rebuscado concepto podríamos decir que este derecho es, simplemente, una versión estatal de la Ley del Talión con la singularidad de que sus consecuencias las terminan pagando justos por pecadores. Veamos un sencillo ejemplo: imaginemos que un ciudadano inglés asalta a un comerciante francés, robándole todas sus mercancías, si la víctima denunció el delito ante un tribunal de Inglaterra y este órgano le denegó el amparo judicial, las autoridades de Francia podían expedir una carta de represalia en favor del agredido que le permitía recuperar los bienes sustraídos o su valor equivalente, quitándoselos a cualquier otra persona que fuese compatriota de su agresor.
Aunque, desde una perspectiva histórica, podríamos referirnos a la ley ateniense de la androlepsia, como remoto antecedente de este Derecho público y soberano, la represalia tuvo su origen en la Edad Media europea y fue objeto de una intensa regulación normativa por parte de autores como Bártolo [y su “Tractatus represaliarum”], Canibus, Garat y otros (…) Luis de Molina, Baltasar de Ayala, Covarrubias o el mismo Francisco de Vitoria, como ha reseñado el historiador Ángel Alloza Aparicio [Europa en el mercado español. Mercaderes, represalias y contrabando en el siglo XVII. Salamanca: Junta de Castilla y León, 2006, p. 15].
Este autor ha sintetizado los tres principios característicos del Derecho de Represalia: 1) La existencia de una autoridad legítima para dictar la represalia, que generalmente era la máxima autoridad de un estado o territorio, aquélla que podía declarar la guerra; 2) La existencia asimismo de una causa justa, como la violación de un derecho de cierta gravedad efectuada por extranjeros; y 3) Finalmente, la denegación de justicia por parte del país de origen de los agresores, lo cual implicaba que había habido solicitud de reparo por vía judicial.
A pesar de la proliferación de tratados que prescribían normas relativas al derecho de represalia en el transcurso de los siglos XIV y XV, Alloza considera que ni los juristas medievales ni los doctores de la época moderna fueron capaces de justificar moralmente y de forma satisfactoria el ultraje que suponía el hacer pagar a un inocente por la culpa de otro [ob. cit., p. 18].
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