A mediados del siglo XVI, el emperador Carlos I autorizó la creación en Sevilla de un nuevo Consulado, semejante a los que ya funcionaban con tanto éxito para el comercio en Valencia, Barcelona o Burgos, para fomentar los intercambios transatlánticos con América. Posteriormente, con el desarrollo de la Carrera de Indias –los buques comerciantes navegaban en convoy, protegidos por barcos de guerra para evitar la piratería– se crearon otros nuevos en México, Lima, Buenos Aires...
Los Consulados eran unos tribunales especializados que juzgaban y resolvían en primera instancia cualquier pleito que surgía entre los comerciantes y, al mismo tiempo, actuaban como una auténtica corporación que regulaba las actividades de todos los miembros de este gremio, defendiendo sus derechos frente al intrusismo de los mercaderes extranjeros o los intereses de la Corona.
Además de las actividades netamente mercantiles –compraventa de mercancías, contratación de seguros, liquidación de quiebras, etc.– estos órganos judiciales desarrollaban también una importante labor tributaria al conceder préstamos y encargarse de la recaudación y gestión de algunos impuestos que gravaban la renta de aduanas como el denominado Impuesto de Averías.
En el siglo XVI, este tributo se pagaba al Consulado para contribuir tanto a su mantenimiento como a costear los gastos de aquellos convoyes que protegían el comercio indiano. En función del valor de la mercancía que fuesen a transportar las naos, se calculaba un 1 ó un 2% de aquella base para establecer la cuantía que debía abonarse; de ahí que se definiera como un impuesto ad valorem, sobre el valor.
Con el paso de los años, desapareció este impuesto pero no el concepto de avería –un término de origen árabe– que, en el Art. 271 de las Ordenanzas Generales de la Renta de Aduanas de 15 de octubre de 1894, se definió como El demérito que sufre una mercancía por accidente ocurrido durante la conducción, desde el momento de su embarque hasta inmediatamente antes de descargarse del buque. Por analogía, se da el mismo nombre al deterioro que sufre una mercancía durante su conducción por tierra para presentarse en la Aduana. Actualmente, el Art. 806 del Código de Comercio –hablando de los riesgos, daños y accidentes del comercio marítimo– establece que las averías son 1º. Todo gasto extraordinario o eventual que, para conservar el buque, el cargamento o ambas cosas, ocurriese durante la navegación. 2º. Todo daño o desperfecto que sufriere el buque desde que se hiciere a la mar en el puerto de salida hasta dar fondo y anclar en su destino, y los que sufran las mercaderías desde que se cargaren en el puerto de expedición hasta descargarlas en el de su consignación.
Aquel impuesto de averías fue uno de los tributos que se crearon cuando se fue incrementando el tráfico comercial con América y la Hacienda del Estado empezó a necesitar más ingresos para mantener un Imperio donde no se ponía el sol; pero no fue el único tributo de la época. Junto a la avería, también se abonaban el almojarifazgo –similar a un derecho de aduanas– y la alcabala –salvando las distancias, una suerte de IVA–.
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