Se trata de un fenómeno social muy reciente que aún no ha sido muy estudiado por la doctrina pero que, lentamente, va apareciendo en nuestra legislación y jurisprudencia con distintas denominaciones: hostigamiento, asedio, acoso o mobbing inmobiliario (algunos autores mantienen el anglicismo blockbusting)
Una de las primeras regulaciones la encontramos en el Art. 45.3.c) de la Ley 18/2007, de 28 de diciembre, del derecho a la vivienda (ley autonómica de Cataluña) donde, al establecer la protección de los consumidores y usuarios de vivienda en el mercado inmobiliario, define el acoso inmobiliario, como toda actuación u omisión con abuso de derecho que tiene el objetivo de perturbar a la persona acosada en el uso pacífico de su vivienda y crearle un entorno hostil, ya sea en el aspecto material, personal o social, con la finalidad última de forzarla a adoptar una decisión no deseada sobre el derecho que la ampara para ocupar la vivienda. A efectos de la presente ley, el acoso inmobiliario constituye discriminación. La negativa injustificada de los propietarios de la vivienda a cobrar la renta arrendaticia es indicio de acoso inmobiliario.
En cuanto a la jurisprudencia, probablemente, una de las resoluciones judiciales más conocida sea la sentencia 6686/2005, de 4 de julio, de la Audiencia Provincial de Barcelona, donde ya se reconocía que nos encontrábamos ante un claro caso de mobbing inmobiliario cuando los inquilinos de un edificio encontraron rotas todas las conducciones de agua de sus viviendas, excepto los tubos que iban al entresuelo, a la oficina de la administradora, con el ánimo de que no se formalizaran los contratos de arrendamientos nuevos o de que se rescindieran por los propios inquilinos.
Las conductas de los revientacasas para echar de las viviendas a los gusanos –según su argot– pueden ser muy variadas: desde el habitual supuesto del propietario que no cumple con los deberes de conservación de su inmueble con el objetivo de lograr una declaración de ruina, hasta las estafas para que los inquilinos acepten un desalojo mediante la promesa de otra nueva vivienda; causar daños dolosamente (rompiendo techos, abriendo fugas de agua, cortando la luz, etc.) o incluso recurriendo a la violencia, física o moral, con amenazas que pueden llegar a lo que se denomina panic peddling (que se podría traducir, libremente, como fomentadores del pánico) y consiste en introducir a unos inquilinos problemáticos en una comunidad de vecinos. Un caso muy conocido ocurrió en Guecho (Vizcaya) en 2003, en la llamada Casa Tangora (la de la imagen) cuando el dueño de un palacete de la zona de Neguri alquiló una vivienda a una familia de 30 gitanos de Rumanía, que le pagaban tan solo 1 euro de alquiler mensual a cambio de hostigar a los restantes vecinos para que se fueran de sus pisos. El propietario de la casa fue condenado por coacciones, amenazas y daños, como inductor.
Actualmente, el Código Penal español regula el acoso inmobiliario en dos preceptos, desde junio de 2010: al hablar de las coacciones, el Art. 172.1 añadió un último párrafo: También se impondrán las penas en su mitad superior cuando la coacción ejercida tuviera por objeto impedir el legítimo disfrute de la vivienda; asimismo, en la regulación del trato degradante, el Art. 173.1 in fine señala que se impondrá la pena de prisión de seis meses a dos años al que de forma reiterada lleve a cabo actos hostiles o humillantes que, sin llegar a constituir trato degradante, tengan por objeto impedir el legítimo disfrute de la vivienda.
Hay algo de esto en las leyes mexicanas?
ResponderEliminarHola Claudia, buenos días: desde España, lamento no saber la respuesta. Ojalá que algún otro "curioso" que lea mi blog pueda responderte. Pasa buena mañana, Carlos.
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