Aunque las comparaciones resulten odiosas, esta puede ser muy didáctica: Francia, 1789 – Japón, 1866. Existe cierto paralelismo entre la Revolución Francesa de finales del siglo XVIII, que puso fin al absolutismo del Antiguo Régimen, y el Japón del emperador Meiji que –casi un siglo después de la toma de la Bastilla– también acabó con toda una época: la de los guerreros samuráis, el poder de los shogunes (auténtica cúspide político-militar a la sombra del poder testimonial que ejercían los emperadores) y el feudalismo nipón, propiciando la capitulación del último shogunato Tokugawa, la restauración del poder imperial (que se trasladó de Kioto a Edo, actual Tokio) y, finalmente, la apertura del país a Occidente que, desde 1639, con el edicto de Fronteras Cerradas, se había aislado del mundo exterior y sancionaba duramente cualquier contacto internacional. Todo ello propició que en 1889, un grupo de expertos –en lugar de una asamblea constituyente– otorgase a Japón su primera Constitución (y la primera de todo Oriente).
Los guerreros samuráis (o bushi) fueron los siervos más leales de la aristocracia desde finales del siglo XII; un verdadero ejército que debía observar una serie de prácticas éticas y jurídicas que, con el tiempo, se fueron articulando en un código de conducta llamado Bushido. El escritor japonés Inazo Nitobe (1862-1933) lo describió en su obra Bushido: el alma del Japón como un código de principios morales que los caballeros debían observar o que se les enseñaba a observar. No es un código escrito; a lo más consistente en unas pocas máximas transmitidas oralmente o debidas a la pluma de algún guerrero o sabio célebre (…). No se basó en la creación de un único cerebro (…) fue un desarrollo orgánico de décadas y siglos de carrera militar. En la historia de la ética ocupa tal vez la misma posición que la Constitución inglesa en la historia política. No era la primera vez que un escritor ponía por escrito estas normas –otros autores, como Yamamoto Tsunetomo (un entretenido texto, muy anecdótico) o Taira Shigesuke, habían escrito antes sobre ellas– pero sí es cierto que Nitobe fue el primero que lo publicó en inglés, en los Estados Unidos, y quien –digamos– reveló aquel código de conducta de los guerreros samuráis al resto del mundo.
Como es lógico, durante los casi setecientos años que estuvieron en vigor estas normas no escritas –del siglo XII al XIX– el código recibió numerosas influencias tanto chinas (la reflexión del confucionismo y la seguridad, autocontrol y falta de temor a la muerte del budismo) como japonesas (la lealtad y el patriotismo sintoístas). El resultado fue un crisol basado en siete principios: justicia (honradez), heroísmo, benevolencia, cortesía, honorabilidad, sinceridad y el deber de lealtad. Unos valores tradicionales que encontraron su reflejo tanto en la primera Carta Magna japonesa de 1889 como en el posterior Edicto Imperial de la Educación (de 1890).
De todo ese código, el elemento que se hizo más popular en Occidente fue, sin duda, la ceremonia del desentrañamiento (seppuku) más conocida por el sobrenombre popular de harakiri. Cuando un samurái era derrotado y seguía vivo, tenía que recobrar su honorabilidad, quitándose la vida mediante este famoso ritual de suicidio, realizándose un corte transversal en el vientre, para extraer sus entrañas. Posteriormente, otra persona -el kaishaku- tenía que decapitarlo. Las mujeres también podían hacerse el harakiri pero, en este caso, ellas se degollaban el cuello. Uno de los últimos seppuku más conocidos fue el del escritor Yukio Mishima en 1970 (el ritual se complicó cuando el ayudante kaishaku falló los tres intentos a la hora de cortarle la cabeza y, finalmente, una tercera persona tuvo que decapitarlos a los dos).
La antítesis de estos nobles guerreros eran los conocidos ninjas o shinobis, encargados de tareas menos dignas, como el espionaje, los sabotajes o los crímenes (en línea con la secta del Alamut, de la que hablamos en otro in albis, que dio origen a los asesinos).
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