El 15 de septiembre de 2014, la Corte de Apelación de Bruselas (Bélgica) aceptó el recurso interpuesto por el preso Frank van den Bleeke para que se le aplicase la eutanasia –vigente en el reino belga desde que, en 2002, se aprobó su pionera Loi relative à l'euthanasie (al igual que sucedió en los Países Bajos)– tras haber cumplido 26 años de la condena perpetua que se le impuso por violar y asesinar a la joven Christiane Remacle en 1989. La singularidad de este proceso radica en que, por primera vez, las autoridades judiciales de este país han reconocido el derecho a morir de una persona que alegó la angustia mental que le estaba provocando ese persistente “sufrimiento psicológico” previsto por la Ley: une souffrance physique ou psychique constante et insupportable. Hasta el momento, la Justicia belga habían autorizado esta práctica solo en casos relativos a padecimientos físicos, como ocurrió con los gemelos Marc y Eddy Verbessem, de Amberes; dos hermanos de 45 años, sordos de nacimiento, a los que se les había diagnosticado una degeneración ocular que les iba a dejar ciegos. Pusieron fin a sus vidas en diciembre de 2013.
A la situación que ha vivido van den Bleeke –cuando un preso condenado a cadena perpetua pide morir o, en el caso de que hubiera sido sentenciado con la pena máxima, para que se le ejecute sin más demora– se le denomina pena de muerte voluntaria.
Según un informe de la sección estadounidense de Amnistía Internacional, en este país, entre 1977 y 2011, se han producido 136 casos de voluntary death penalty; un hecho que esta organización critica al considerar que el Estado se ve implicado en el homicidio premeditado de un condenado que, mientras permanece en el corredor de la muerte, no se encuentra en condiciones de poder adoptar esa decisión.
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