En 1759, cuando Carlos III (1716-1788) heredó el trono español, la capital del reino tenía la mala fama de ser una de las peores Cortes de toda Europa; por ese motivo, el nuevo monarca se propuso transformarla por completo: creó grandes paseos arbolados (El Prado, Recoletos o La Castellana); ordenó edificar hospitales, museos y palacios; abrió el Jardín Botánico; canalizó el río Manzanares; mejoró el suministro de agua a la ciudad; instaló los sistemas de alcantarillado y alumbrado público e incluso estableció el cuerpo de serenos para mejorar la seguridad ciudadana por las noches. Gracias a todas esas iniciativas, el cuarto rey de la Casa de Borbón acabó siendo conocido por el sobrenombre de el mejor alcalde de Madrid.
Hasta que accedió a la Corona Española, Carlos III había gobernado el Reino de las Dos Sicilias durante más de veinte años mientras, en España, se alternaban en el trono, por diversas circunstancias, su padre Felipe V y sus hermanastros, Luis I y Fernando VI que, finalmente, fallecieron sin dejar descendencia. Con la experiencia que adquirió en Nápoles y Sicilia, regresó a su país de origen acompañado de algunos integrantes de su Corte napolitana; desde artistas, como el arquitecto Francesco Sabatini, hasta políticos, en especial, Leopoldo di Gregorio, más conocido por su título nobiliario: el marqués de Squillace (localidad calabresa que muy pronto se castellanizó como Esquilache).
Por aquel entonces, la monarquía española –al igual que sucedió en Prusia, Rusia o Austria durante el siglo XVIII– trató de conciliar el absolutismo característico del Antiguo Régimen con los nuevos ideales de la Ilustración, dando lugar a una singular fórmula política –el Despotismo Ilustrado– que reafirmó el poder absoluto de los soberanos sin reconocer ninguna libertad al pueblo pero planteando numerosas reformas para tratar de mejorar su vida cotidiana; una de las cuales terminó amotinando a los ciudadanos contra el impopular ministro Esquilache.
El 10 de marzo de 1766, las autoridades publicaron el siguiente bando: No habiendo bastado para desterrar de la Corte el mal parecido y perjudicial disfraz o abuso de embozo con capa larga, sombrero chambergo o gacho, montera calada, gorro o redecilla, las Reales Órdenes y bandos publicados en los años 1716, 1719, 1723, 1729, 1737, 1740 prohibiendo dichos embozos y especialmente la Real Orden que a consulta de la Sala y del Consejo se renovó en el año de 1745, y publicó por bando en 13 de Noviembre, mando que ninguna persona, de cualquier calidad, condición y estado que sea, pueda usar en ningún parage, sitio, ni arrabal de esta Corte y Reales Sitios, ni en sus paseos o campos fuera de su cerca, del citado traje de capa larga y sombrero redondo para el embozo; pues quiero y mando que toda la gente civil de sus rentas y haciendas o de salarios de sus empleos o exercicios honoríficos y otros semejantes y sus domésticos y criados que no traigan librea de las que se usan, usen precisamente de capa corta (que a lo menos les falta una cuarta para llegar al suelo) o de redingot o capingot y de peluquín o de pelo propio y sombrero de tres picos, de forma que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro; y por lo que toca a los menestrales y todos los demás del pueblo (que no puedan vestirse de militar), aunque usen de la capa, sea precisamente con sombrero de tres picos o montera de las permitidas al pueblo ínfimo y más pobre y mendigo, bajo la pena por primera vez de seis ducados o doce días de cárcel y por la segunda doce ducados, o veinte y quatro días de cárcel, y por la tercera cuatro años de destierro a diez leguas de esta Corte y Sitios Reales, aplicadas las penas pecuniarias por mitad a los pobres de la cárcel, y ministros que hicieran la aprehensión; y en cuanto a las personas de primera distinción por sus circunstancias o empleos, la Sala me dará cuenta de la primera contravención con dictamen de la pena que estimare conveniente, pero quiero no se entiendan las dichas penas con los arrieros, trajineros u otros que conducen víveres a la Corte y que son transeúntes, como anden en su propio traje y no embozados; pero si los tales se detuviesen en la Corte a algún negocio, aunque sea en posadas y mesones por más tiempo de tres días, hayan de usar el sombrero de tres picos, y no el redondo o de monteras permitidas y descubierto el rostro baxo las mismas penas.
José Martí y Monsó | Un episodio del Motín de Esquilache (s. XIX) |
Trece días más tarde, con la excusa de la indumentaria, el pueblo se levantó en armas contra las autoridades –el famoso Motín de Esquilache– pero, en realidad, aquella sublevación que se extendió por toda España desde su inicio en la madrileña plaza de Antón Martín, no fue tan solo la respuesta airada de la población contra un bando donde se le prohibía el uso de ciertos sombreros y capas sino la consecuencia de la carestía de la vida, la miseria y la falta de alimentos, motivadas por la sequía y las malas cosechas de los últimos años; unido a la elevada inflación, la carga impositiva de las políticas tributaria (aumento de las regalías y otros tributos) y comercial (al importar trigo de Sicilia para abastecer a Madrid), el descontento de la nobleza, contraria a la notable presencia de extranjeros en el Gobierno de Carlos III; la antipatía que Esquilache suscitaba en los círculos intelectuales y el miedo del poder eclesiástico a perder sus privilegios. La suma de todos esos elementos, más los tumultos que ya venían produciéndose en otros lugares del reino acabaron con el destierro del marqués que finalizó su labor al servicio de España siendo designado embajador en Venecia.
Los amotinados, veintitrés años antes de la Revolución Francesa, tuvieron bastante con la caída de Esquilache, la marcha de la Guardia Walona (causante dos años antes de una matanza que había quedado impune) y la fijación de un precio justo en el caso de los víveres y combustibles de primera necesidad [RUIZ TORRES, P. Reformismo e Ilustración. En FONTANA, J. y VILLARES, R. (Directores) Historia de España. Vol. 5. Madrid: Marcial Pons, 2008, p. 371]. El encargado de depurar responsabilidades fue el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, autor del Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas, en el que acusó a la Compañía de Jesús de haber instigado aquel motín, obligándoles a dejar el reino en 1767.
Los amotinados, veintitrés años antes de la Revolución Francesa, tuvieron bastante con la caída de Esquilache, la marcha de la Guardia Walona (causante dos años antes de una matanza que había quedado impune) y la fijación de un precio justo en el caso de los víveres y combustibles de primera necesidad [RUIZ TORRES, P. Reformismo e Ilustración. En FONTANA, J. y VILLARES, R. (Directores) Historia de España. Vol. 5. Madrid: Marcial Pons, 2008, p. 371]. El encargado de depurar responsabilidades fue el fiscal del Consejo de Castilla, Pedro Rodríguez de Campomanes, autor del Dictamen fiscal de expulsión de los jesuitas, en el que acusó a la Compañía de Jesús de haber instigado aquel motín, obligándoles a dejar el reino en 1767.
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