viernes, 21 de julio de 2017

Medioambiente (XXIX): los refugiados ambientales [“Environmental Refugees”]

Durante el periodo de entreguerras del siglo XX, la Sociedad de Naciones –precedente histórico de las Naciones Unidas– fue la primera organización internacional que se preocupó por elaborar un marco jurídico para proteger a los refugiados. Como resultado de aquellas pioneras negociaciones, cinco naciones [Bélgica, Bulgaria, Egipto, Francia y Noruega] firmaron la Convención sobre el Estatuto Internacional de los Refugiados, en Ginebra (Suiza) el 28 de octubre de 1933. Aunque su Art. 1 limitaba su aplicación a los refugiados rusos, armenios y asimilados –en virtud de lo dispuesto en los cuatro acuerdos intergubernamentales que la Sociedad adoptó entre 1922 y 1928 como respuesta a los problemas surgidos con estos refugiados tras la I Primera Guerra Mundial (cuando se creó el denominado Pasaporte Nansen)– tuvo la originalidad de establecer el principio fundamental de la no devolución [apropiación directa del galicismo non-refoulement] en el Art. 3 para que los Estados signatarios se comprometieran a no expulsar de sus territorios a los solicitantes de refugio. Este texto fue desarrollado por la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados procedentes de Alemania, de 10 de febrero de 1938, y un Protocolo de 14 de septiembre de 1939 para los austriacos.

Con el fin de la II Guerra Mundial, la ONU manifestó su profundo interés por los refugiados, tomando el relevo de la extinta Sociedad de Naciones a la hora de revisar y codificar los acuerdos internacionales anteriores referentes al estatuto de los refugiados y ampliar mediante un nuevo acuerdo la aplicación de tales instrumentos y la protección que constituyen para los refugiados. Con el deseo de evitar que este problema se convierta en causa de tirantez entre Estados, la Asamblea General convocó una Conferencia de Plenipotenciarios sobre el Estatuto de los Refugiados y de los Apátridas [A/RES/429 (V), del 14 de diciembre de 1950] y, un año más tarde –de nuevo en su sede ginebrina– adoptó la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, de 28 de julio de 1951, que entró en vigor el 22 de abril de 1954 y reemplazó entre las Partes a todos los acuerdos, convenciones y protocolos aprobados en las tres décadas anteriores (Art. 37).

El Estatuto de 1951 fue fruto de su tiempo y, por ese motivo, su Art. 1.A.2) ciñó la definición de refugiado a las personas que, como resultado de acontecimientos ocurridos antes del 1 de enero de 1951 y debido a fundados temores de ser perseguida por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas, se encuentre fuera del país de su nacionalidad y no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera acogerse a la protección de tal país; o que, careciendo de nacionalidad y hallándose, a consecuencia de tales acontecimientos, fuera del país donde antes tuviera su residencia habitual, no pueda o, a causa de dichos temores, no quiera regresar a él. A continuación, el Art. 1.B.1) puntualizó que dichos “acontecimientos” podrán entenderse “ocurridos en Europa o en otro lugar”.

Este primer instrumento jurídico internacional fue actualizado por el Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados, hecho en Nueva York el 31 de enero de 1967; al considerar que han surgido nuevas situaciones de refugiados desde que la Convención fue adoptada y que hay la posibilidad, por consiguiente, de que los refugiados interesados no queden comprendidos en el ámbito de la Convención; por esa razón, retiró las restricciones tanto geográficas como temporales de aquélla. La suma de ambos tratados –el Estatuto de 1951 y el Protocolo de 1967– conforman el “Sistema de Ginebra” que, de forma específica, define quién es refugiado y establece sus derechos y las obligaciones de los Estados.

Lógicamente, aquellos tratados internacionales de los años 50 y 60 no previeron la posibilidad de que un refugiado pudiera huir de su país por motivos ambientales porque la preocupación legal por el medioambiente no surgió hasta la década de los años 70; pero, hoy en día, ¿se puede aplicar esa definición jurídica de “refugiado” a quienes, por ejemplo, huyen de las consecuencias del cambio climático, los desastres naturales o la desertifcación?

Como la realidad supera a la regulación, en 2015, un ciudadano de Kiribati llamado Ioane Teitiota fue deportado de Nueva Zelanda a su país –junto a su esposa, Angua Erika, y sus tres hijos– porque finalizó su permiso de trabajo; para evitarlo, solicitó a las autoridades de Wellington que le reconocieran la condición de refugiado, argumentando que el cambio climático suponía una amenaza para él y su familia si regresaban a Tarawa, la capital kiribatiana (cuya altura máxima sobre el nivel del mar se sitúa en apenas 3 metros); pero el Tribunal Supremo neocelandés rechazó su pretensión argumentando que la categoría de “refugiado ambiental” no era convencional ni se encontraba entre las circunstancias previstas por los instrumentos del “Sistema de Ginebra”; y, aunque reconoció que el Gobierno de Kiribati se enfrentaba a un serio desafío, sí que estaba tratando de proteger a sus nacionales, por ejemplo, adquiriendo tierras en Fiyi.


Ya en 2013, la Estrategia de Seguridad Nacional del Gobierno de España incluyó, entre los riesgos y amenazas, que el cambio climático es el gran desafío ambiental y socioeconómico del siglo XXI. Plantea retos de gran transcendencia para la seguridad, como la escasez de agua potable, los importantes cambios en las condiciones de producción de alimentos, el incremento de la competencia por los recursos energéticos y el aumento de determinadas catástrofes naturales –inundaciones, tormentas, sequías, incendios forestales u olas de calor–. Estos cambios ambientales también pueden exacerbar las presiones migratorias y, en consecuencia, agudizar las tensiones en las zonas de tránsito y de destino e, incluso, la fragilidad de algunos Estados [1].

Según los datos analizados por el Internal Displacement Monitoring Centre (IDMC) y el prestigioso Norwegian Refugee Council, entre 2008 y 2015, se calcula que, cada año, cerca de 26.400.000 personas han tenido que irse de sus hogares a causa de los desastres naturales; lo que equivale a una persona por segundo [2]. De ahí que, para la profesora Borràs Pentinat [3], la regulación del llamado “refugiado ambiental” por el ordenamiento jurídico internacional resulta imprescindible para colmar una laguna jurídica y proporcionar una protección jurídica suficiente a los cada vez más numerosos desplazados por razones ambientales.

El concepto de los Environmental Refugees lo acuñó el profesor egipcio Essam El- Hinnawi en 1985 en el informe homónimo que elaboró para el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y lo desarrolló, tres años más tarde, la analista del Worldwatch Institute, Jodi L. Jacobson en su artículo Environmental refugees: a yardstick of habitability.

Ambos autores viene a definir a los refugiados ambientales como aquellos individuos que se han visto forzados a dejar su hábitat tradicional, de forma temporal o permanente, a causa de un desajuste medioambiental, natural y/o provocado por la actividad del ser humano, que pone en peligro su existencia y/o afecta de forma seria a su calidad de vida [2]. El especialista egipcio también diferenció entre ellos tres categorías: 1) El refugiado que se desplaza de manera puntual porque se ha visto afectado por algún desastre natural (terremoto o huracán) y piensa regresar a su hogar: 2) El que se va de forma permanente porque su hábitat ya no existe (por ejemplo, en su valle se ha construido una presa); y 3) El que huye de la miseria buscando mejorar su calidad de vida porque el lugar en el que vivía ya no le abastece de los recursos adecuados para subsistir.

Citas: [1] Portal de La Moncloa. [2] Global Estimates 2015. [3] BORRÀS PENTINAT, S. “Refugiados ambientales: El nuevo desafío del derecho internacional del medio ambiente”. En Revista de Derecho, vol. XIX, nº 2, 2006, p. 85. [4] EL-HINNAWI, E., “Environmental Refugees”, en United Nation Environmental Programme, Nairobi, 1985, p. 4.

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