Como es habitual, los países escandinavos fueron los pioneros a la hora de legalizar la convivencia no matrimonial [Dinamarca (1989), Noruega (1993), Suecia (1994), Islandia (1996) y Finlandia (2001)] pero con una notable peculiaridad: las uniones de hecho nórdicas estaban pensadas para las parejas homosexuales que quisieran formalizar su relación. Su razonamiento era sencillo: los contrayentes heterosexuales ya podían casarse si así lo querían; en cambio, había que regular la situación de las parejas homosexuales para que pudieran inscribirse en el registro y disfrutar del mismo régimen legal que cualquier matrimonio. De ahí que, en Escandinavia, a las uniones de hecho se les suele denominar uniones registradas.
En el resto de Europa, cada país fue legalizando esta situación: Bélgica y su cohabitation légale, en 1998; Francia, un año después, aprobó el pacte civil de solidarité (PACS) que otorgaba un margen muy amplio a la autonomía de las partes, pues no deja de concebir este pacto como un contrato entre dos personas; Alemania, en 2001, con su habitual y precisa regulación; y Suiza y el Reino Unido en 2004.
En España, muchas parejas acuden a la vía de la unión de hecho porque dicen que no quieren atarse con papeles. Un argumento de no debe andar muy desencaminado cuando el propio legislador –en este caso, el andaluz– utiliza un razonamiento similar en su normativa; en concreto, la Ley 5/2002, de 16 de diciembre, de Parejas de Hecho en Andalucía habla de unidades de convivencia (…) sin la sujeción a reglas previamente establecidas que condicionarán su libertad de decisión.
Hasta que las Comunidades Autónomas comenzaron a desarrollar este ámbito competencial a finales de los años 90 –bajo distintas denominaciones: parejas estables no casadas (Aragón), uniones estables de pareja (Cataluña), uniones de hecho (Comunidad Valenciana), parejas estables (Asturias), parejas de hecho (Extremadura), etc.– fue el Tribunal Constitucional quien tuvo que resolver una sencilla pregunta: ¿se pueden equipar las parejas de hecho y los matrimonios?
Su jurisprudencia lo resolvió en diversas sentencias (184/1990, de 15 de noviembre; 29/1991, de 14 de febrero; 66/1994, de 28 de febrero o 214/1994, de 14 de julio): no se trataba de realidades constitucionalmente equiparables porque el matrimonio era un derecho constitucional mientras que las uniones de hecho ni tan siquiera estaban reconocidas en nuestra Carta Magna; algo que, por otra parte, era previsible si tenemos en cuenta que la Constitución se redactó en 1978. Parece que fue ayer, pero la España de hoy en día tiene muy poco que ver con aquella que salió de la transición.
Con ese precedente, el legislador de los años 90 acabó solucionando las situaciones conforme se le iban presentando en la práctica, como cuando asimiló el matrimonio con otras unidades de convivencia en materia de arrendamientos urbanos.
Ahora, inmersos en la segunda década del siglo XXI ya no hacen falta recurrir a los argumentos que utilizó la Ley 10/1998, de 15 de julio, de Cataluña –cuando justificaba su redacción basándose en datos estadísticos fiables y de carácter sociológico y en las diversas soluciones que ofrece el derecho comparado– porque la realidad social ha asumido estas uniones de hecho y, en la actualidad, lo importante es que las leyes den soluciones a esos ciudadanos que deciden convivir, con independencia de su orientación sexual, a la hora de pedir una reducción de jornada en el trabajo, disponer de la vivienda común, reclamar una pensión alimenticia o establecer el régimen de visitas si ponen fin a su relación y hay hijos de por medio.
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