En el acto tercero de Julio César, William Shakespeare pone en boca del senador Casca la frase ¡Hablen mis manos por mi! con la que un grupo de conspiradores dio comienzo a su mortal ataque contra el dictador romano, hiriéndole con 23 puñaladas –incluyendo la que le asestó Bruto– aquel idus [15] de marzo del año 44 a.C., junto al Teatro de Pompeyo, en el Foro de Roma. Por las obras del historiador y biógrafo Suetonio sabemos que el médico personal del césar, Antistio [Antistius], examinó su cadáver para determinar que tan sólo una de aquellas heridas había sido mortal de necesidad, pero aunque no cabe duda de que esta fue la primera autopsia que se encuentra documentada, aquel examen forense, sin embargo, no fue una verdadera autopsia judicial. Ese privilegio le corresponde a un discípulo del médico florentino Tadeo Alderotti, Bartolomeo de Varignana, cuya efigie aún decora el Teatro del Archiginnasio, antigua sede de la célebre Universidad de Bolonia [Emilia Romaña, actual Italia], donde el doctor impartió sus lecciones de anatomía y realizó su pionera investigación.
En la capital emiliana, en 1302, un comerciante al que denominaban Azzolino se sintió indispuesto después de haber comido y murió de repente. Su familia logró convencer a las autoridades de que ese fallecimiento no podía deberse a causas naturales porque tenía el cuerpo hinchado y la piel se puso “verde como las aceitunas” antes de ennegrecer. Para aclarar las circunstancias de aquel deceso, el juez ordenó llamar a Varignana para que examinase el cadáver y dictaminara si, efectivamente, como afirmaban sus familiares, había muerto envenenado. Aquel pionero análisis forense no dejó lugar a dudas: no falleció a causa de un veneno sino por un exceso de sangre en la vena cava y en la vena del hígado cercana a aquélla que le impidió el flujo del espíritu por todo su cuerpo [DE CEGLIA; F. P. Storia della definizione di morte. Milán: Franco Angeli, 2014, p. 178].
No hay comentarios:
Publicar un comentario