Aunque los actuales centros penitenciarios tienen su origen en las casas correccionales que se crearon en los siglos XVI y XVII y, de forma específica, en las prisiones que se establecieron a lo largo del XVIII, esto no significa que las cárceles no hubieran existido con anterioridad; lógicamente, siempre ha habido mazmorras y calabozos. Históricamente, fueron célebres los de la Torre de Londres, la Bastilla de París, el castillo francés de If o los Piombi (plomos, en italiano, por el material que recubría la estancia) del Palacio Ducal de Venecia, a donde se accedía por el Puente de los Suspiros, que por aquel entonces era más siniestro que romántico, a pesar de que el célebre seductor Giacomo Casanova lo cruzara para rendir cuentas por sus aventuras.
En aquellos lóbregos, infectos e insalubres subterráneos se encerraba a quienes habían cometido algún comportamiento que la autoridad consideraba delictivo pero nunca se concibieron como las actuales celdas sino como un lugar temporal y preventivo donde se confinaba al reo, custodiándolo simplemente hasta que confesara (generalmente, tras sufrir atroces tormentos; en cuyo caso, lo más probable es que, si lograba sobrevivir a las torturas, su destino final fuese el patíbulo); aunque también podía salir de prisión tras abonar una pena pecuniaria (como le sucedió al padre de Charles Dickens en la prisión londinense de Marshalsea) o, simplemente, pagar el correspondiente impuesto a los guardias carceleros o al propio alcaide (que por aquel entonces no cobraban ningún sueldo del Estado, como denunció John Howard a mediados del XVIII, sino que malvivían de extorsionar a los reclusos y sus familias).
En el caso particular de España, al regular quantas maneras son de pena, el rey Alfonso X el Sabio confirmó esa temporalidad de la reclusión al dictaminar, en el siglo XIII, que la carçel no es dada (…) mas para guardar los presos tan solamente en ella fasta que sean iudgados. A tenor de esta legislación podemos deducir que, en las prisiones medievales castellanas, los reclusos permanecían en custodia el tiempo necesario para ser juzgados: de donde podían salir libres, dirigirse al cadalso o, si tenían mejor fortuna, escapar de la horca padeciendo alguna pena infamante que los pusiera en deshonra en la picota (...) faziéndolo estar al sol, untándolo de miel porque lo coman las moscas o ser açotado o ferido paladinamente por yerro para escarmentar a los furtadores y robadores publicamente con feridas de açotes o de otra guisa de manera que sufran pena y verguença [Ley IV del Título XXXI de la VII Partida; anteriormente, la ley VII del Título XXIX especificaba como deven guardar el preso hasta que sea iudgado].
Esa estancia temporal de los presos en una celda fue la práctica habitual en distintas civilizaciones del mundo antiguo: los mandarines chinos administraban la justicia en nombre del emperador en una construcción denominada yamen –que hoy en día se asemejaría a un edificio de usos múltiples– donde juzgaban, custodiaban a los presos hasta resolver su causa e incluso residían con su familia; en la Roma del s. IV a.C., los generales enemigos derrotados eran confinados en la cárcel Mamertina hasta que se les ejecutara en público durante un desfile triunfal; mientras que a los esclavos se les recluía en las ergástulas, como la de Astorga (León); los griegos recurrían a las latomías, profundas canteras que eran empleadas como prisiones [el prototipo fue la Oreja de Dionisio, en Siracusa (Sicilia, Italia), que entonces formaba parte de la Magna Grecia]; y, si nos remontamos a las leyes mosaicas, el Génesis [Gn. 39, 20] también menciona reiteradamente las cárceles de los egipcios al narrar la vida del patriarca José cuando Putifar, eunuco del faraón y general de sus tropas, mandó meterlo en la cárcel, en que se guardaban los reos de delitos contra el rey.
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