El sindicalista y diputado socialista francés Paul Lafargue quiso aplicar la doctrina marxista al ámbito laboral con un pequeño ensayo titulado Le droit à la paresse (El derecho a la pereza | The Right to Be Lazy) que escribió para el diario L´Égalité en 1880 y que, tres años más tarde, se reeditó con algunas notas adicionales que el autor añadió durante su reclusión en la prisión de Sainte-Pélagie (Francia), donde fue encarcelado por llevar a cabo labores de propaganda revolucionaria. Lafargue había nacido en Santiago de Cuba en 1842, cuando la isla formaba parte de España, en el seno de una familia de origen bordelés que era propietaria de un cafetal; de regreso a Burdeos, el joven Paul se trasladó a París para estudiar Medicina; fue allí donde comenzó a frecuentar las asambleas políticas, decantándose por la lucha de Karl Marx frente a los partidarios de Bakunin. Viajó por diversos países europeos divulgando sus ideas, participó en la Primera Internacional y, tras visitar el domicilio del célebre comunista alemán en Londres, se casó con su segunda hija, Laura Marx, en 1868, con la que vivió hasta que el matrimonio decidió quitarse la vida mediante una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico –la tóxica disolución en agua del cianuro de hidrógeno– en 1911.
El contenido de su breve ensayo considera –con grandes dosis de ironía– que los proletarios se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo concebido como el más terrible azote que jamás ha castigado a la humanidad porque –en su opinión– el trabajo sólo se convertirá en un condimento de los placeres de la pereza, en un ejercicio benéfico al organismo humano y en una pasión útil al organismo social cuando sea sabiamente regularizado y limitado a un máximo de tres horas.
A propósito de la duración de la desmesuradamente larga jornada laboral, señaló que los presidiarios condenados a trabajos forzados no trabajaban más de diez horas; los esclavos de las Antillas, una media de nueve; mientras que en Francia, en la nación que había hecho la revolución de 1789 y proclamado los pomposos Derechos del Hombre, había fábricas donde la jornada era de dieciséis horas, en las cuales no se concedía a los obreros más que una hora y media de pausa para las comida. Esto sucedía en el mismo país que en 1848, aceptó como una conquista revolucionaria, la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a doce horas por día.
El sarcástico Lafargue ironizó sobre la pasión ciega, perversa y homicida del trabajo afirmando que a medida que la máquina se perfecciona y sustituye con una rapidez y precisión cada vez mayor al trabajo humano, el obrero, en vez de aumentar su reposo en la misma cantidad, redobla aún más su esfuerzo, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Oh competencia absurda y asesina!
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