jueves, 29 de agosto de 2013

El Código de Santidad (y II)

Después de indicar las prescripciones relativas a la santidad de Yahvé y del pueblo elegido, el capítulo 20 del libro del Levítico retomó algunas de las sanciones mencionadas en el 18 para establecer los correspondientes castigos con los que se penaban aquellas conductas: lapidación para el que pasase por el fuego a sus hijos ofreciéndoselos a Moloc y pena de muerte –lo habitual es que también se le ejecutara a pedradas porque esa era la pena capital tradicional entre los pueblos semitas– para quienes maldijeran a sus padres o practicasen el bestialismo, además de aplicar la pena máxima a los adúlteros, incestuosos, nigromantes, adivinos y homosexuales masculinos; todos ellos –según este Código– eran impuros y sus comportamientos no solo contaminaban la santidad de la comunidad sino que tendrían consecuencias en su convivencia, desintegrándola al traerles a todos desgracias y maldiciones.

Es probable que la extrema rigidez de las leyes mosaicas mantuviera muchas reminiscencias de la justicia rigurosa, inexorable, de las tribus del desierto [WELLES, S. (ed) The world´s great Religions. Nueva York: Time Inc., 1957, p. 143]; de modo que estos severos preceptos judíos habría que entenderlos –según el profesor García Valdés [GARCÍA VALDÉS, A. Historia y presente de la homosexualidad. Madrid: Akal, 1981, p. 25]– como una reacción de los dirigentes de un pueblo pequeño, rodeado de enemigos, luchando por la supervivencia.

Si analizamos estas prescripciones en el marco del Levítico, la mayoría de las conductas que Moisés “tipificó” como delitos se refieren a comportamientos que una persona realizaría en la intimidad de su vida privada, sin que trascendieran al resto de la sociedad; de modo que si un hombre se acostaba con otro varón, su nuera, la mujer de un vecino o el semental del rebaño, es muy posible que nadie más se enterase de sus “pecaminosas” prácticas sexuales porque ellos mismos se habrían encargado de mantenerlas en secreto –y, por lo tanto, impunes– corrompiendo, desde dentro, según aquella mentalidad mosaica, la pureza que debía mantener sin mancha a toda la comunidad.

Para acabar con esa impunidad, las leyes de Moisés trataron de corregir aquellas conductas consideradas impuras e inmundas (términos en los que hay que entender la referencia a la “abominación”), intentando que esas relaciones se hicieran públicas; y el mejor modo para conseguirlo era provocar el miedo en los creyentes, amedrentándolos con la advertencia de un castigo muy extremo que podía conllevar su ejecución (muriendo lapidado por sus propios vecinos) para que confesaran sus vicios. En ese momento, las autoridades religiosas serían indulgentes, conmutarían la severidad de aquellas penas imponiendo una penitencia o un rito de expiación que sería lo suficientemente ejemplar pero misericorde, capaz de redimir al culpable, librarlo del pecado y que toda la comunidad hebrea aprendiera la lección, manteniendo a salvo su Código de Santidad. Corregido el error, se superaba cualquier tensión o rivalidad, se evitaba el riesgo de confundir los roles que debían desempeñar los hombres y las mujeres dentro de la institución familiar patriarcal y se protegían sus ideales de fecundidad y descendencia para lograr que Israel fuese un gran pueblo.

1 comentario:

  1. La refelexión está hecha desde el ateismo evidentemente.

    Si es verdad que Dios existe, y le dio ese conjunto de normas a Moisés, la cosa cambia. Cambia mucho.

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