Sherezade, Aladino y su lámpara mágica o Alí Babá y los cuarenta ladrones son tan solo una pequeña muestra –aunque es probable que la más conocida por el gran público– de los miles de personajes que aparecen en esta inmortal joya de la literatura universal, junto a sabios, bellas doncellas, jovenzuelos imberbes, beduinos huraños, inválidos, alcahuetas, tenderos, médicos, jueces, nobles o hechiceras. El origen de esta famosa recopilación de relatos –en su mayor parte cuentos árabes y persas, pero también hindúes, egipcios y de otros rincones de Oriente– se remonta al siglo X, aunque algunas de las narraciones se pierden en el tiempo, al responder a una tradición oral que se fue transmitiendo de generación en generación. En un conjunto que nos ofrece tanta riqueza, uno de los aspectos menos divulgados de la obra se refiere a su peculiar modo de impartir justicia mediante penas tan denigrantes y vejatorias como desproporcionadas y brutales que, en la mayor parte de las ocasiones, sólo obedecían a la voluntad arbitraria del valí, visir, emir, jeque o sultán de turno. Conocer el carácter desmesurado de estos castigos puede ayudarnos a descubrir la escala de valores que imperaba en aquella sociedad.
La historia de la noche 105 puede que sea una de las más terribles, cuando el rey, sin dejar de llorar dijo: «¡Por Alá, que he de coger a esa vieja, y con mis propias manos le anegaré la vagina con plomo derretido, y he de clavarle en el trasero un poste afilado! Después la arrastraré por los pelos y la clavaré viva en la puerta principal de Constantinia».
A continuación, la noche 325 relata la pena de muerte de un cristiano que fue condenado por el rey Zumurrud: «¡Llevaos a ese miserable perro fuera de la ciudad, desolladle vivo, rellenadle con hierba de la peor calidad, y volved y clavad la piel en la puerta del meidán! En cuanto al cadáver, hay que quemarlo con excrementos secos y enterrar en el albañal lo que sobre». El cuento finaliza con la alegría del pueblo al ver ejecutar a aquel hombre de malos ojos azules porque su condena les pareció llena de justicia.
En otras ocasiones, las consecuencias del castigo no se ceñían solo en el condenado sino sobre su familia y posesiones. Un buen ejemplo lo encontramos en el desarrollo de la noche 41: Un mercader llamado Ghanem ben-Ayub fue acusado, injustamente, de forzar a una esclava del sultán que ordenó apoderarse de él y darle quinientos latigazos, además de mandar a su guardia que saquearás su casa, destrozándola desde los cimientos hasta la techumbre y harás desaparecer el rastro de su existencia. Y te apoderarás de la madre y la hermana de Ghanem, y durante tres días las expondrás desnudas a la vista de todos los habitantes, y luego de esto las arrojarás de la ciudad.
Las citas de Las mil y una noches se han tomado de la magnífica edición que tradujo del francés, el escritor, político y jurista valenciano Vicente Blasco Ibáñez –el conocido autor de La barraca, Cañas y barro o Los cuatro jinetes del Apocalipsis– que Cátedra reeditó en Madrid en 2007.
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